28.04.25
- Paola Arce
- 29 abr
- 2 Min. de lectura
Llegué harta del trabajo, con ansías de encerrarme en mi casa, con un nudo en el pecho que no me dejaba respirar.
Al entrar, pude ver asomada la cabecita de la señora mayor que vive en la planta baja de mi edificio. No sé muy bien cuántos años tiene, creo que ni ella sabe; mezcla las fechas, los años y poco recuerda de su vida.
Me apresuré a dejar mi carro para escurrirme por las escaleras dejando pasar un vago “buenas tardes” antes de poner todas las cerraduras. Ella me detuvo con un vago “no sé qué hacer”; al borde de las lágrimas me explicó que no entendía su celular, no había podido comunicarse con nadie en todo el día. Tenía los ojos llenos de lágrimas, temblaba y se veía desesperada.
Vi sus ojos, tristes llenos de una soledad que se parecía mucho a la mía.
Nunca me han gustado las comparaciones, las olimpiadas de la vulnerabilidad. Creo que el sufrimiento siempre es ajeno y nos hunde en un profundo infierno personal. Ver el infierno de otros no me saca del mío. A mi miseria no le gusta la compañía.
Compartimos una charla, me sentí desgraciada por la prisa que siempre tengo por no compartir, por estar sola, por esconderme del mundo atrás de un libro, un nuevo hobby, películas, series, el dibujo, los idiomas, las letras.
Me contó que fue maestra de dibujo. Vino de Veracruz cuando tenía dieciséis años y nunca más volvió “ni de paseo”. Estudió en la académica de San Carlos cuando casi no había mujeres, terminaba las clases casi a medianoche y sus compañeros la escoltaban a casa. Especulo que tal vez pudo ser en el tiempo que la profesionalización de las mujeres se permitía desde espacios cercanos a los roles de cuidado: maestras, enfermeras.
Trato de no preguntar, no quiero decirle algo que la haga sentir triste, pero algo me dice que es inevitable, no importa qué pregunte todo le lleva a recordar que está sola.
Dice que vivía con uno de sus sobrinos, hijo de su única hermana “ya fallecida”, hasta que la sacó de su casa robándole todo lo que alguna vez le perteneció. “Se portaron muy mal conmigo, no sé por qué se portaron tan mal conmigo”, repite de vez en cuando entre los relatos de su vida.
Imaginó que no tiene hijos, sólo habla de sus sobrinos y dos hermanos que aún viven, Dionisio y Eduardo. Siento pena por su historia, pero me da más pesar no poder contarle la mía.
Me duele el corazón, señora.
Me siento alienada de todo y todos, temerosa del futuro y angustiada del presente,
Me duele el corazón, señora.
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